La hija del mago

Traducción de Mirsa Libia Ximena

Ilustraciones de Twiinnkie

En la frontera de Suecia con Finlandia hay una montaña muy alta. Del lado sueco está cubierta con hermosas hayas y hacia la parte finlandesa con oscuros pinos, tan juntos y con una sombra tan densa que el pajarillo más pequeño podría perderse entre el follaje. En donde acaban las hayas se encuentra una capilla con la imagen de San Jorge, guardián de la tierra y defensa contra dragones, si los hubiera, y otros monstruos paganos. Del otro lado, donde los troncos de los árboles son oscuros como la noche, se divisan cabañas habitadas por hechiceros malvados. La gente dice que esos hechiceros poseen una cueva profunda como el abismo, y que de ahí vienen todos los demonios que trabajan para ellos.
Motivados por el temor tanto a criaturas sobrenaturales como a peligros terrenales, la gente sueca de la montaña buscó tener un protector vivo, adicional a la capilla y estatua de San Jorge. Eligieron a un antiguo guerrero muy reconocido por sus hazañas en el campo de batalla que, al terminar la guerra, se hizo monje. El monje aceptó vivir en la abadía de la montaña y llevó con él a Konrad, su único hijo y producto de su anterior vida como un hombre casado. El joven asistía a su padre no sólo como vigilante, sino también como compañero de oración y penitencia.
Un día, el joven Konrad fue a cortar leña al bosque. Llevaba un hacha afilada sobre su hombro y portaba también una gran espada por precaución, considerando que los bosques no sólo estaban llenos de bestias salvajes, sino que también los rondaban hombres malvados. Mientras el joven se hacía camino entre la espesura de los árboles, ya cerca de las puntiagudas copas de los pinos que marcaban la frontera con Finlandia, salió corriendo hacia él un enorme lobo blanco.

Sucedió tan de prisa que el joven sólo tuvo tiempo de saltar hacia un lado y, al no poder blandir su espada, golpeó con el hacha a su atacante. Logró darle a una de las patas delanteras del lobo que, herido, volvió al bosque cojeando y aullando de dolor.
“No es suficiente con haberme salvado”, pensó Konrad, “debo asegurarme de que esta bestia salvaje no haga daño a nadie más”. Así que se adentró entre los árboles y golpeó con su espada la cabeza del lobo con tanta fuerza que el animal cayó al piso gimiendo lastimeramente. En ese momento el joven tuvo un extraño sentimiento de arrepentimiento y compasión por su pobre víctima. En vez de darle muerte, cubrió las heridas de la bestia lo mejor que pudo con musgo y agujas de pino, la colocó en la tela que usaba para cargar leños y la llevó a casa. Esperaba poder curar o domesticar a su adversario caído.
Al llegar a la cabaña y no encontrar dentro a su padre, Konrad decidió recostar al lobo en su propia cama hecha de musgo y heno, sobre la cual había una imagen de San Jorge y el dragón. Después se dirigió a la chimenea para preparar un ungüento curativo para las heridas de la bestia. El joven estaba tan absorto en su labor, que se sorprendió enormemente cuando escuchó que de la cama donde había recostado al lobo provenían quejidos y lamentos de una voz humana. Su asombro fue aún mayor al girar y ver que, en lugar de una amenazadora bestia salvaje, en su cama yacía una hermosa damisela con una herida en la cabeza que sangraba a través de su fino cabello dorado. Su blanco y delicado brazo derecho permanecía inerte, roto por el golpe del hacha.
«Ten piedad», dijo ella, «y no me mates. La poca vida que me queda ya es bastante dolorosa y no durará mucho; aun así, por triste que es mi condición actual, es preferible a la muerte.»
El joven se sentó afligido a su lado, y la doncella le explicó que era la hija de un mago que vivía del otro lado de la montaña, quien la mandó en forma de lobo a buscar plantas que no habría podido encontrar como humana. Ella corría por el bosque y saltó de miedo al encontrarse con el joven, que confundió su reacción con un ataque.
«Y tú rompiste mi brazo derecho sin pensarlo,» agregó, «aunque yo no te hice nada malo.»
Cómo había recuperado su forma humana, la pobre doncella no tenía idea, pero el joven pensó que fue gracias a la imagen de San Jorge. Mientras Konrad curaba las heridas de la joven, el monje volvió a casa y escuchó lo sucedido. Su experiencia le hizo ver que mientras la hija del mago estaba libre del hechizo que la había transformado, Konrad había caído bajo el encanto de su belleza y dulzura. A partir de ese momento, el monje se ocupó de cuidar del alma de la joven, empeñándose en convertirla en cristiana, mientras Konrad se hacía cargo de las heridas de su cuerpo.
Al poco tiempo, los cuidados de padre e hijo surtieron efecto y la hija del mago sanó por completo. Ella estuvo de acuerdo en ser bautizada como cristiana y aceptó también unirse en matrimonio con su amado Konrad, que no había tomado votos monásticos como su padre. Eligieron un mismo día para celebrar el bautismo y matrimonio, y una tarde antes de la fecha acordada, los novios fueron a caminar al bosque para tener un tiempo a solas. El sol aún brillaba en el horizonte y su luz atravesaba las hojas de los árboles, invitándolos a adentrarse más en la espesura. La novia contaba historias de su vida anterior y cantaba canciones antiguas que aprendió cuando era niña. Su voz resonaba con hermosa claridad entre la quietud de la arboleda, y parecía que el bosque entero disfrutaba de su música. El joven la amaba tanto que no interrumpía sus cantos a pesar de que le incomodaran las malvadas letras paganas.
Cuando se empezaron a vislumbrar las puntiagudas copas de los pinos finlandeses, Konrad sugirió volver sobre sus pasos para no encontrarse de nuevo cerca de la odiada frontera. «Querido Konrad, ¿por qué no seguimos un poco más?», dijo su novia. «Me gustaría ver el sitio donde cruelmente me heriste e hiciste prisionera, pues ese sufrimiento se transformó finalmente en felicidad. Creo que ya estamos muy cerca del lugar exacto.» Buscaron por aquí y por allá, hasta que el ocaso oscureció el denso bosque, y siguieron caminando hasta que la luna que brillaba en lo alto iluminaba su camino.
Los amantes estaban en la frontera con Finlandia, o tal vez ya la habían cruzado, cuando Konrad sintió, aterrorizado, que una mano levantó su gorro por detrás. Volteó de inmediato, pero solamente vio la rama de un árbol. De pronto, el aire se llenó de seres extraños y sobrenaturales: brujas, diablos, enanos, búhos cornudos, gatos con ojos de fuego, y miles de otros infelices que no pueden ser nombrados. Las criaturas giraban alrededor de la pareja como si bailaran al ritmo de una música delirante.

La novia observaba en silencio, como hipnotizada, pero después de unos minutos estalló en una incontrolable risa y se unió al frenético ritmo. El pobre Konrad gritó y oró con la esperanza de poderla liberar de aquel trance, pero ella no le hizo ningún caso.
El frenesí continuó y la hija del mago se transformó de una manera tan extraordinaria que no era posible distinguirla entre las demás criaturas bailando. El joven, convencido de que había logrado mantener la vista fija en su novia, estiró el brazo para jalarla hacia él, sólo para descubrir que lo que sostenía en realidad era un horrible espectro. El espectro tomó a Konrad y lo cubrió con su amplio velo para impedir que escapara. Al mismo tiempo, algunos de los demonios subterráneos comenzaron a jalar sus piernas, intentando llevarlo a las profundidades del abismo.
Desesperado, el joven hizo la señal de la cruz, causando confusión entre los deleznables seres que lo rodeaban. Los espectros se alejaron en todas direcciones, aullando y corriendo sin control, y entonces Konrad pudo cruzar la frontera hacia la protección del bosque sueco. No había señales de su hermosa novia. Konrad no la recuperaría jamás, aunque la buscó incontables veces en la frontera finlandesa. La llamó, lloró y rezó, pero todo fue en vano. Hubo veces que la vio flotando entre los pinos, como si algo o alguien la persiguiera, pero siempre iba acompañada de criaturas aterradoras y, a decir verdad, ella misma tenía una apariencia salvaje y deteriorada. En esas ocasiones era común que la hija del mago no notara la presencia de Konrad. Y si sus miradas se cruzaban, ella se reía de una forma tan antinatural, que el joven se asustaba y recurría de nuevo a la señal de la cruz. En ambos casos, al final ella se alejaba aullando entre las ramas.
Konrad cayó presa de la melancolía y pasaba en silencio la mayor parte del tiempo. Aunque eventualmente renunció a sus infructuosas caminatas en el bosque, si alguien le hacía una pregunta, la que fuera, sólo podía responder que “ella se había ido a las montañas”. Parecía que lo único que pensaba o le importaba era el recuerdo de su bella novia.
Finalmente, Konrad murió de pena. Su padre, siguiendo los deseos del difunto, se dispuso a preparar la tumba en el lugar en el que su hijo encontró y perdió a su amada. No fue una tarea fácil, pues mientras cavaba tenía que alejar a los espíritus malvados con un crucifijo o pelear con su espada contra las bestias salvajes, sin duda enviadas por los magos para atacarlo y molestarlo. Logró, sin embargo, culminar su tarea. Se cuenta que la novia lloró amargamente la muerte de su amado, ya que constantemente se escuchaban aullidos y lamentos cerca de la tumba. Aunque parecía voz de lobo, estaba mezclada con un acento humano, especialmente claro en las oscuras noches de invierno.
¡Si tan sólo la pobre doncella se hubiera mantenido lejos de los caminos malditos a los que alguna vez renunció! Unos cuantos pasos en la dirección equivocada, y todo está perdido.


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